Creo que a Joshua no le gustan los frutos secos

Por Miguel Velásquez Hernández


“Uno ve gente y no sabe lo que ha pasado detrás de la puerta de su casa”. María Fernanda Ampuero, Pelea de gallos.

Si aquella vez el señor Axel y la señora Andrea no hubieran tocado a mi puerta para avisarme que se iban de viaje, más por ponerme en sobreaviso que por cortesía, yo no hubiera entrado en su apartamento para enterarme de su verdad. 

No era la primera vez. En otras circunstancias, con otros inquilinos, había hecho lo mismo: despedirlos en la puerta, aguardar con ansias hasta caer la noche –cuando la posibilidad de un retorno o algún contratiempo en el viaje estuviera descartada– y subir al segundo piso para entrar en esa intimidad que ellos creían asegurada. Entonces registraba los cajones de la alacena, las mesas de noche, el armario; hojeaba los libros cuando tenían biblioteca y veía las fotos de los álbumes familiares, que solían guardar en algún cajón del escritorio o del armario. Y cuando creía haber revisado cada rincón, haber allanado cada espacio hasta saberme todo de memoria, me iba. 

Siempre me sorprendía cómo cambiaba el apartamento según las personas que lo habitaban: la forma tan distinta en que se distribuían los cuadros, la mesa del comedor, las plantas, el color de las cortinas y la posición de la cama. Cómo el ambiente adquiría un tono diferente. De mi actividad nadie nunca se enteró, ni siquiera este último matrimonio, a quienes les permití tomar el arriendo, después de asegurar que podrían pagarme, después de creer que eran normales, a los últimos a quienes les usurpé su intimidad. 

Aquella vez, tras abrir la puerta, todo parecía en orden: a la izquierda un comedor sencillo de cuatro puestos y, justo al lado, una sala conformada por dos poltronas, un sofá y una mesa de centro. Me sorprendió no encontrar un televisor. En la alcoba, después de revisar las mesas de noche y encontrar monedas, papeles, cortauñas, esferos y relojes detenidos, en lo que supuse que era la mesa de la señora Andrea, hallé unos escarpines de bebé, baberos y unos mamelucos azules en el último cajón. Aunque me sorprendió el hallazgo, terminé por suponer un antiguo regalo jamás entregado. Sin embargo, al revisar la nevera, en el congelador, además de cubetas de hielo y un paquete de chorizos, encontré diez teteros, todos llenos. Me pregunté entonces si acaso, a lo largo de esos diez meses de arriendo, había existido un bebé. Sabía con toda determinación que no era así, que la señora Andrea jamás había estado embarazada, entonces, ¿por qué estaban esas cosas?

Madame Roulan y su bebé, de Van Gogh.

Cuando abrí la otra habitación, que muchas veces había sido cuarto de estudio –con su librero pegado a la pared, un escritorio y un piano eléctrico–, o un cuarto de huéspedes –con su cama sencilla y una mesa pequeña–, ahora era, lo que parecía, aunque no del todo, una habitación para bebé. Las paredes tenían cohetes aquí y dinosaurios allá, carros de este lado y balones del otro. Contra una de las paredes había un sofá, mucho más pequeño, y frente a él, en la otra pared, había un televisor. Por debajo, en una repisa, reposaban un reproductor y una serie de devedés. Sin embargo, lo que primero me llamó la atención se encontraba en la esquina, junto al sofá. En la oscuridad parecía una tienda de circo, pequeña, pero al encender la luz descubrí que era una cuna, con su velo desplegado desde el techo, también azul. Al acercarme y apartar la seda, encontré, desconcertado por no entender lo que sucedía, un bebé de juguete, de esos que cargan las niñas, envuelto en cobijas. Tenía los ojos azules, de plástico, y unos dientes desteñidos por el uso. Tras la puerta, que había dejado entreabierta, había un coche plegado y por debajo de la cuna alcancé a ver dos maniquís: uno era de un niño entre los cuatro y seis años, el otro era de unos diez o doce. 

No entendía lo que sucedía, no hallaba razón para esas cosas. Me replanteé la existencia de un bebé, pero estaba seguro de que, incluso ese día, cuando despedí al matrimonio, no llevaban a nadie. Me acerqué a la repisa de los devedés y tomé uno. Leí el costado: “Joshua, primeros cinco meses. 2006”. Encendí el televisor y el reproductor, puse el cedé y me senté en el sofá. Tras unos segundos apareció la señora Andrea, joven, cargaba entre los brazos un manojo de cobijas. Estaban en algún parque y el señor Axel, detrás de la cámara, le preguntaba si el bebé seguía dormido. Ella le respondía que se acercara para ver, y la cámara lo hacía hasta mostrar, entre los trapos, el mismo juguete que yo tenía justo al lado, en la cuna, pero totalmente nuevo. 

Revisé otros cedés: “Joshua en bicicleta. 2013”, “Joshua y papá. 2012”, “La primera gripa de Joshua. 2007”, “Joshua y mamá. 2014”. En los videos aparecían Andrea y Axel, de turno, cargando al juguete, dándole de mamar con un tetero o llevándolo en el coche por la calle. En las grabaciones de los últimos años se veían los maniquíes que había sacado por debajo de la cuna, vestidos, pero ya no en espacios públicos, sino en una casa, alguna habitación. El mismo juguete que había crecido. Cada video era lo que era. Me paré para dejar el último devedé cuando encontré la cámara detrás de estos, escondida, y, allí mismo, un último cedé: “Joshua en camino. 2004”. El primero de todos. El origen.

En el video aparecía nuevamente la señora Andrea, aún más joven, llevaba puesto un camisón largo, estaba sentada en un sofá y su barriga estaba crecida, totalmente redonda. La piel templada. Quizás en el séptimo u octavo mes de embarazo. Comía de un tazón algunos frutos secos y el señor Axel, de nuevo, la grababa. Ella sonreía y se sobaba la panza, se levantaba el camisón y la cámara hacía zoom en su ombligo. Detrás, Axel decía: “Mira, Joshua, la puerta de tu casa”. Tras unos minutos de grabación, se oye un rugir de tripas proveniente del video. Axel graba primero la barriga y luego la cara de Andrea. Al final la mujer dice, entre risas: “Creo que a Joshua no le gustan los frutos secos”. La grabación se corta y veo de nuevo hacia la cuna.

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Artículo producto de ejercicios académicos. No es oficial de la Universidad y las afirmaciones u opiniones emitidas a través de ellos no representan necesariamente a la Institución.

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