Por Javier Correa Correa
¡Qué osado escribir una Oda a la Alegría! ¡Y qué osado musicalizar esa oda!
El 7 de mayo de 1824, hace exactamente doscientos cortos años, fue estrenada en el Theater am Kärntnertor, de Viena, la Novena Sinfonía de Ludwig van Beethoven, considerada una de las más bellas creaciones musicales de la historia.
No hay que saber de música, escuché decir a alguien hace poco: hay que sentirla. De lo que se trata es de entregarse a los compases, a los sonidos graves y a los agudos, al diálogo entre los instrumentos y las voces, a los rostros felices de los intérpretes. Es que es imposible que un violinista o una soprano, por ejemplo, impidan que sus rostros reflejen lo mismo que estamos escuchando.
El mismo Beethoven, aunque estaba completamente sordo, escuchó desde su alma cada uno de los acordes de la Novena Sinfonía y estaba tan embelesado que la contralto Caroline Unger tuvo que hacerle señas para volteara a mirar al público que extasiado no dejaba de aplaudir.
La Novena puede ser escuchada frente a la orquesta, frente a una pantalla, frente a un reproductor de CD, frente a una radiola en la que un disco de acetato gira a treinta y tres revoluciones por minuto. Yo la he escuchado de todas esas formas, y escribí un pasaje de mi novela La mujer de los condenados con la Sinfonía –con mayúsculas, claro–, en el que un músico que va a ser fusilado expresa que su última voluntad es dirigir la Novena Sinfonía de Beethoven en un polvoriento pueblo de los Llanos Orientales colombianos en la década de los años cincuenta. Algunos apartes los narran alternadamente dos personas que la guerra ha absorbido: Mercedes, una hermosa prostituta, y el teniente Bernal, un buen hombre:
“… para dejarles un mensaje bonito a todos, aunque no sepan alemán, quiero dirigir la Oda a la alegría. Aquí no hay músicos, claro, pero me conformo con un disco y una buena radiola. Ustedes me pueden prestar la del bar, yo sé que suena bien porque estuve allí la noche antes de irme para el monte –confesó, ya no le importaba ruborizarse.
“Al fin terminé convenciendo a doña Ruth para que prestara la radiola, lo que obligó a que el baile fuera solo hasta las doce de la noche, para que pudieran desconectar los bafles que colgaban del techo entre luces de colores. A las tres de la mañana habíamos despedido a los clientes para poder asistir al concierto a las cuatro, una hora antes del fusilamiento.
“Llegamos las putas, las monjas del Internado de Señoritas María Auxiliadora, el padre Waldmuller que sí sabía alemán porque era de allá, los profesores de música y literatura del Colegio de Varones Atanasio Girardot, un borracho que se quedó dormido y se despertó con el estruendo de las cinco carabinas, el teniente Bernal, el sargento Echandía, los soldados y el boticario, quien prestó el disco de la única colección de música clásica que había en el pueblo.
“Entré de nuevo a la habitación de Amadeo Gil, alumbrada por un bombillo de cuarenta vatios y una vela roja. Estaba absorto mirando la carátula del disco. Me la entregó, para compartir conmigo su sueño.
“–Me habría gustado que mi foto estuviera allí, como la de Otto Klemperer, al lado del nombre de Beethoven y de la Sinfonía No. 9 en Re menor, Coral –me explicó. La carátula era de color crema suave y en letras de un uva pálido figuraba la Orquesta Filarmonía.
“Todos estaban listos, la radiola conectada en el patio y los bafles dispuestos detrás del pelotón de fusilamiento, junto al público. Era como si ese público fuera la orquesta.
“Amadeo Gil improvisó la batuta con una caña de bambú, dijo que tenía las dimensiones apropiadas, que la naturaleza se había hecho su cómplice.
“Empezó lenta, con unos violines melancólicos y de pronto, a los pocos segundos, irrumpió toda la orquesta. Yo nunca había visto dirigir una sinfonía y hoy lo hice, no me cabe la menor duda. Acompasaba la mano izquierda con la derecha, marcaba el instante preciso en el que debía entrar un instrumento.
“A veces cerraba los ojos que luego abría demasiado, alzando las cejas. La música no salía de la radiola, sino de él. El rocío de la mañana aguardó para caer y las aves, esta madrugada, escucharon. El reflector que giraba permanente para alumbrar los límites de la guarnición se detuvo en la figura del director, para que todos sus músicos pudieran atender las indicaciones del Allegro ma non troppo, un poco maestoso, como decía en la contracarátula del disco.
“Quince minutos y medio en un diálogo permanente de violines, violas, tubas, trombones, qué sé yo. Una puta lloró, en silencio. El boticario movía la cabeza y a veces sus manos coincidían con las del director. Mis soldados seguían firmes.
“Antes de empezar el segundo movimiento, el tipo debió secar el sudor de su frente. Lo hizo rápido, casi imperceptible, no habría sido elegante en un director frente a sus músicos. A veces había silencios de medio segundo y yo creía que la radiola se había dañado o algo así, pero se trataba de pausas que él conocía a la perfección. No necesitaba partitura.
“Su cuerpo le ayudó en la tarea de controlar cada compás. Amadeo Gil alzó el pie derecho dos centímetros del piso para deslizarlo con la misma cadencia con que los arcos se deslizaban sobre las cuatro cuerdas de los violines. Mis brazos se erizaron. Ese tipo no se debía morir, me estaba haciendo trampa, porque se escapaba con la melodía, se elevaba y desplegaba su vitalidad, su vida misma, sobre el horizonte que comenzaba a clarear tímido.
“Por el rabillo del ojo percibí que había llegado más público. En la pausa para cambiar el disco de lado, la gente entró rapidito, respetuosa, y se instaló como pudo, antes del Adagio molto e cantabile, que no sé qué carajo significa.
“El bajo empezó a cantar en alemán la Oda a la alegría, justo cuando recibió la orden de Amadeo Gil, quien sonrió. Cantaron Lovberg, Kmentt, Hotter y Nilsson, esos nombres aparecen en el disco, anunciando que los hombres seremos hermanos. Este tipo sí me jodió, yo que había empezado a dudar de esta guerra. Unos piden hacer el amor y este dirigir una orquesta, se me están descarando con sus últimas voluntades. Un coro gigantesco dialogaba con los solistas.
“A mí siempre me había parecido que esa era música de muertos y ahora era la vida misma la que brotaba con cada movimiento de la batuta”.
Y es la vida misma la que brota cada vez que la Novena Sinfonía de Beethoven es interpretada, como lo fue por primera vez hace 200 años.
Para quienes no sabemos alemán, sugiero una hermosa, conmovedora y feliz versión, con subtítulos:
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